Los mayores disparates e injusticias de la Historia no habrían contado con la aquiescencia de buena parte de la ciudadanía si no hubiesen ido acompañados de una calculada manipulación de la información y del lenguaje.
En España tenemos la tendencia a tolerar demasiado bien las mentiras de los políticos. Tal vez sean reminiscencias de etapas anteriores, en las que no cabía la crítica al poder y sólo nos quedaba la libertad de no creer. Conserva una buena parte de la sociedad la tendencia a dar crédito a la información que llega desde ámbitos profesionales, de los que consideran expertos, y con esa candidez de democracia aún joven, tal vez no sea consciente de que cuando el poder consigue hacerse con la suficiente influencia en esos sectores, apesebrarlos, se filtra en nuestras vidas de un modo mucho más peligroso, porque, avalado por una presunta neutralidad científica, se prevale de la confianza que depositamos en el que más sabe.
Siempre ha habido algo de sagrado en los libros de texto. Los profesores sabemos que incluso el error más evidente es muchas veces aceptado por nuestros alumnos como correcto porque «lo dice el libro». Los jóvenes gallegos, a quienes se ha reducido la enseñanza en castellano a una mera anécdota, son además animados, a través de los libros de «lengua propia», a reparar el daño infligido a la que debería ser su lengua por una lengua «ajena» que llegó con la invasión de unas gentes de Castilla. A los más pequeños se les pide que colaboren para que «la lengua gallega sea la habitual de los gallegos y gallegas». A los mayores se les adoctrina ideológicamente y se les bombardea con verdaderos tratados de política lingüística y mensajes que llevan implícito que los que hablan español no hablan una lengua de Galicia. El gallego siempre aparece personificado, y su «muerte» equiparada a la de un ser humano. Les correspondería a nuestros jóvenes revertir esa situación, convertirse en «neofalantes», una suerte de conversos a quienes en algunos libros de texto aconsejan cambiar de amigos para rodearse de un entorno que facilite esa conversión.
A los padres se nos dice que el castellano ya se aprende fuera de la escuela, asegurándonos que nuestros hijos alcanzarán una igual competencia en ambas lenguas, imprescindible, según ellos, para lograr una sociedad cohesionada, y se nos desinforma sobre los sistemas educativos de otras democracias, con campañas manipuladas, pero avaladas por profesores universitarios.
Ante esta situación, alguien tenía que decir la verdad. Los chicos necesitan saber que en la Historia de las civilizaciones las gentes vienen y van, y que a causa de esos flujos se ha enriquecido nuestra cultura y han evolucionado nuestras lenguas. Que los romanos que trajeron a Galicia el latín, del que surgió el gallego, no vinieron a hacer turismo, que el castellano comenzó a utilizarse en Galicia en el remoto siglo XIV y que muchos de nuestros antepasados contribuyeron a convertirlo en el español que hoy compartimos con los demás hispanohablantes, siglos antes de que la lengua d'oil se convirtiera en el francés, la lengua de casi todos los franceses. Pero debería bastar con que fuesen conscientes de que lo justo y lo sensato sería que pudiesen estudiar en la lengua en la que aman, se enfadan y sueñan, o simplemente en aquélla que consideren que les proporciona mayor bienestar.
Alguien tenía que decirles a los padres que el registro culto de un idioma se aprende habitualmente en el colegio, y que por tratarse de lenguas parecidas, la mezcla de códigos es más probable. Que para la inmensa mayoría la igual competencia en ambas lenguas es imposible, a no ser que sea nula en ambas, y que, en todo caso, tampoco es necesaria porque siempre ha existido un bilingüismo pasivo que ha posibilitado la intercomunicación. En definitiva, que de un estatus de cooficialidad no puede deducirse que ambas lenguas han de ser igualmente conocidas por toda la población.
Al profesional y al comerciante no es necesario decirles lo que su sentido común ya les dicta, pero alguien decidió ayudarles a aportar argumentos para defenderse de los que pretenden primar más el conocimiento de una lengua que la competencia profesional, o hacerle creer que su negocio, en lugar de una actividad privada que, en todo caso, se desarrolla en un local abierto al público, es un servicio público. El derecho que tiene el consumidor a que le atiendan en una determinada lengua es el mismo que el que tiene el comerciante a que el consumidor emplee la que aquél prefiera: ninguno.
A todos ellos alguien tenía que decirles que en los países con larga tradición democrática, la conservación del patrimonio cultural es compatible con el respeto a la libertad del individuo; que no es éste el que está al servicio de aquél, sino al revés; que no es admisible restringir los derechos de un ciudadano salvo que ello sea imprescindible para que todos los ciudadanos tengan los mismos derechos. Que en democracia, cuando hay diferentes opciones compatibles, la cohesión social se basa en que cada ciudadano pueda elegir aquélla que más le guste o convenga.
El conocimiento genera inquietud y temor en los que pretenden controlar a la sociedad, porque la información puede conducir a que la exigencia de la libre elección se generalice y sea un clamor, y tal vez en ese caso la gran mentira quedaría al descubierto. A los que desde hace poco más de un año dedicamos nuestro tiempo y nuestros escasos recursos a informar y aglutinar esfuerzos con el único objetivo de lograr una política lingüística homologable a la de las democracias que nos rodean, a los que nos hemos atrevido a cuestionar el tabú, se nos tacha de segregacionistas. Este término, uno de los últimos hallazgos incorporados al argumentario común de los «normalizadores», siempre se aplicó a quienes desde el poder separan a los ciudadanos en grupos por características étnicas o de otro tipo, sobre todo en contra de su voluntad. Presintiendo, al parecer, cuál sería la opción mayoritariamente elegida, se apresuran a acusar a quienes no se decantarían por la opción que ellos ya han elegido para todos de padecer prejuicios hacia las lenguas minoritarias, lo que es tan absurdo como lo sería afirmar que los padres que quieren que sus hijos aprendan en inglés tienen prejuicios hacia el húngaro por no preferir esta lengua.
El mensaje va calando. A los 80.000 ciudadanos que han plasmado su firma sobre los pliegos de nuestro manifiesto se suman las voces que desde sectores socialmente importantes muestran su disconformidad con una política restrictiva de derechos y empobrecedora económica y culturalmente. El miedo de los mediocres a la competencia en libertad ha dado lugar al insulto y a la difamación desde las tribunas subvencionadas, a la agresión desde las alcantarillas de los fanáticos útiles. Tres veces se negó el Presidente Touriño a condenar públicamente las agresiones que los miembros de nuestra asociación, Galicia Bilingüe, estamos sufriendo. Tal vez el miedo a las consecuencias políticas de nuestra labor pesó más que su obligación de proteger la libertad de expresión de unos gallegos que reclaman pacíficamente y con argumentos un cambio en la legislación.
Y es que se aprende mucho informando. Así, fuimos descubriendo que la presión y la intimidación son más graves de lo que habíamos podido imaginar; que se extienden a muchos sectores de la sociedad, sobre todo hacia los docentes, y especialmente hacia los que comparten centro con una minoría muy activa que ha convertido su profesión en un apostolado. Algunos ya habían tirado la toalla, otros desafían la sanción impartiendo sus clases en la lengua que sus alumnos mejor comprenden o en la que quieren ser enseñados. Sus historias confesadas con palabras amargas nos han llegado a través del correo, de la llamada telefónica o de la cita en un café. Otros, disconformes, no se pronuncian por miedo a la exclusión, porque a todos nos gusta sentirnos queridos. Unos pocos nos hemos sobrepuesto a ese temor cuando hemos comprendido que nada vale el saludo de quien quiere más a una lengua que a la libertad.
Hemos aprendido que la maquinaria normalizadora mueve mucho más dinero del que sospechábamos. Que entidades que creíamos organismos gubernamentales, a tenor de las subvenciones y del pábulo que se les da desde instancias oficiales, no son sino asociaciones privadas (Mesa Pola Normalización lingüística) que, bajo el pretexto de salvar una lengua, presionan a empresas, instituciones y directores de colegios. Colectivos con una ideología muy concreta que aceptan expresamente los apoyos de grupos radicales o antisistema. Al final hemos llegado a la conclusión de que lo que menos les importa es la conservación de una lengua, que ésta sólo es un instrumento de control social para conservar sus privilegios y lograr su proyecto político.
No hay nada que más teman quienes legislan de espaldas a la ciudadanía que la sociedad abandone su pasividad. Nos corresponde a los que constituimos la sociedad civil reclamar que se respeten nuestros derechos. Lo haremos utilizando el poder que tenemos como votantes, removiendo las cúpulas de los partidos desde las bases, sumando, sin reproches. Las políticas «normalizadoras» no son más que el reflejo de un rancio nacionalismo cultural que por tradición ideológica nada tiene que ver ni con la izquierda democrática ni con la derecha liberal. Tenemos que promover un cambio en la legislación que padecemos en algunas comunidades autónomas, pero del que somos potenciales víctimas todos los españoles y que convierte derechos en deberes, algo que no es propio de un sistema democrático. No es sólo la formación de nuestros jóvenes lo que está en juego, sino nuestro derecho a vivir en una nación de individuos libres e iguales entre sí.
Gloria Lago es presidenta de Galicia Bilingüe.
Magnífico.
ResponderEliminarMe quito el sombrero ante esta señora.
ResponderEliminarTienen todo mi apoyo.
Un cordial saludo.