Las conclusiones de Hayek son hoy virtualmente innegables. Pero un argumento contra la predicción, esto es, un argumento contra la posibilidad de predecir con certeza una respuesta ante cualquier cambio de las condiciones sociales o económicas no puede demostrar simultáneamente que un determinado intento concreto de planificar o controlar un proceso necesariamente esté condenado al fracaso, pues cabría que un plan tal tuviera éxito por pura chiripa. No podemos predecir que tendrá éxito ni que no lo tendrá. Esta es la rendija lógica por la cual se cuelan los constructivistas. Hume sigue vivo.La tentación intelectual ha sido siempre la de taponar esa rendija con la pretensión de la validez a priori de ciertos principios o premisas iniciales. En un mar de incertidumbre, el canto de las sirenas no es el de Circe, sino el de la certeza, y Hayek navegó peligrosamente cerca de esas rocas.
No todos los límites que nos separan son tan brutales y ominosos como el Muro de Berlín. Algunos son tan simples como medir en pulgadas en vez de en milímetros, o una preferencia por Bach frente al rock. Sin embargo, todo cambia. Como Hayek ha dejado claro, la tarea de la teoría económica consiste en último término en explicar cómo nos adaptamos a lo desconocido. Deberíamos concebir la economía, dice, «como corriente más que como fuerza equilibrante; del mismo modo que deberíamos pensar, casi literalmente, en términos de factores que determinan el movimiento del flujo del agua en un lecho muy irregular».
El logro de Hayek consistió en demostrar que la teoría económica, como cualquier otra teoría sobre el comportamiento social, es una teoría de la evolución. Con ello ha devuelto el estudio del comportamiento social al curso que originalmente adoptó (al relato de la evolución de los lenguajes que hiciera Sir William Jones, por ejemplo, y a la Wealth of Nations de Adam Smith), el que llevó a Darwin a explorar la posibilidad de un cambio evolutivo vía selección natural para explicar la diferenciación de las especies.
Se olvida a veces que Darwin creía que la adaptación que demostraba la diversidad de arbustos ericáceos en el despoblado hábitat de las marismas podía refutar las sombrías predicciones de Malthus sobre poblaciones expandiéndose más allá de sus medios de subsistencia. Malthus había llegado a sus lúgubres predicciones sobre una fecundidad que inevitablemente supera a la productividad como consecuencia de prolongadas meditaciones sobre el triste destino de Irlanda. Malthus fue secundado por Ricardo, cuando éste aceptó como contexto para discutir sobre teoría económica una economía conceptualmente asimilable a una isla, en la que todo cuanto cabe hacer es determinar la división de la renta.
La convención de considerar el sujeto de la teoría económica como una entidad cuasi-insular persistió. Una vez supuesto un sistema cerrado, resulta fácil adoptar una hipótesis de equilibrio tomada de la mecánica y, aún más, de la física. En tales sistemas, el fin que se persigue es la capacidad de predecir.
Para desgracia de la teoría económica, ésta no prestó atención a la respuesta de Darwin a Malthus y siguió a Ricardo. Habrían de pasar muchos años antes de que se advirtiera que el precario estado de los irlandeses en Irlanda se debía a la desafortunada localización de su isla en relación al Imperio Británico. En los Estados Unidos creció el número de su progenie, aunque haría falta la fertilidad de otras razas también para poblar el Nuevo Mundo. Si se alteran los límites de una sociedad o un sistema, cambia también el comportamiento de los mismos. Estos límites pueden ser muy diversos: tiempo y espacio, por supuesto, pero las dimensiones del conocimiento son ilimitadas; cualquier cambio en nuestro conocimiento de cualquier factor de dentro o fuera del sistema requiere un reajuste de todo el sistema.
La tragedia del siglo xx ha sido la desolación de enormes poblaciones, víctimas de lo que Hayek denominó la fatal arrogancia del socialismo: el intento de diseñar y controlar el destino de las sociedades. El fallo de tal diseño condujo inevitablemente, en la Unión Soviética y en otras sociedades comunistas, a un control creciente, que significó también un control del conocimiento al cerrar la sociedad. No es el destino de Irlanda (que, como una vez escribiera Gibbon, es más fácil deplorar que describir), sino el destino de Cuba. Ningún hombre es una isla. Ni siquiera existen islas.
Los hechos han probado su argumento. Hayek atacó el ideal constructivista de controlar la sociedad atacando los fundamentos epistemológicos de la posibilidad de tal control, demostrando la imposibilidad de predecir las respuestas a los cambios en los sistemas económicos y sociales. La evolución de los órdenes espontáneos como el mercado libre es el medio por el que se hace posible la diversidad de adaptación a circunstancias cambiantes. Sin embargo, debemos conceder que su argumento apenas ha sido atendido. Las facultades de ciencias sociales de todo el mundo se han mostrado mucho más dispuestas a enseñar a Marx que a Hayek. En los Estados Unidos, la economía se ha convertido en el pariente pobre de las matemáticas.
Las conclusiones de Hayek son hoy virtualmente innegables. Pero un argumento contra la predicción, esto es, un argumento contra la posibilidad de predecir con certeza una respuesta ante cualquier cambio de las condiciones sociales o económicas no puede demostrar simultáneamente que un determinado intento concreto de planificar o controlar un proceso necesariamente esté condenado al fracaso, pues cabría que un plan tal tuviera éxito por pura chiripa. No podemos predecir que tendrá éxito ni que no lo tendrá. Esta es la rendija lógica por la cual se cuelan los constructivistas. Hume sigue vivo.
La tentación intelectual ha sido siempre la de taponar esa rendija con la pretensión de la validez a priori de ciertos principios o premisas iniciales. En un mar de incertidumbre, el canto de las sirenas no es el de Circe, sino el de la certeza, y Hayek navegó peligrosamente cerca de esas rocas.
- Extracto de la Introducción a “Hayek sobre Hayek. Un diálogo autobiográfico” (Unión Editorial, 1997) a cargo de Stephen Kresge.
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