Apenas habíamos atravesado la frontera de Italia, cuando el tren se detuvo. Pasaron cinco minutos, diez, quince...
— ¿Qué ocurre?
Ocurría que los obreros italianos habían acordado hacer una huelga general de dos horas; pero si me preguntan ustedes para qué, no sabré contestarles. Un conductor decía que era para obligar al Gobierno a reconocer la República rusa de los soviets, y un fogonero, con una cara que, más que por los menesteres de su trabajo, parecía tiznada deliberadamente, aseguraba que tenía por objeto protestar contra el terror blanco de las clases directoras.
Y es posible que, en efecto, los obreros hiciesen la huelga con semejantes propósitos; pero, sobre todo, yo creo que la hacían por el gusto de hacerla. Si yo me encontrase de pronto en posesión de una fuerza tal que me permitiese paralizar en un momento dado el tráfico de toda una nación, yo no creo que pudiese resistir ni media hora al deseo imperioso de ensayarla. La ensayaría, a ver lo que pasaba, y cuanto más oyese chillar en los trenes detenidos a las señoras gordas y comodonas, a los comerciantes que no podrían llegar a tiempo a sus sórdidos conciliábulos, y a los turistas de la Agencia Cook, que creen que si Dios ha hecho el mundo, con sus montañas y sus mares y sus ríos y sus bosques, y si el hombre lo ha cubierto de obras de arte, ha sido únicamente para que ellos puedan verlo entero en un viaje circular de dos meses por un puñado de libras esterlinas, tanto más me divertiría para mis adentros.
Afortunadamente, una huelga es una cosa muy trabajosa, y la huelga del 14 de octubre, que fué el día en que yo entré en Italia, no duró más de las dos horas que se habían anunciado. A las dos horas, el tren se puso nuevamente en marcha; pero no haría de esto quince minutos, cuando se paró de nuevo. Ahora se trataba de oír una murga socialista —bombo, clarinete, trombón y platillos— que en un pequeño apeadero tocaba “La Internacional”.
— ¡Viva la huelga! —gritó, al final, el clarinete.
— ¡Viva!
— ¡Vivan los soviets rusos!
— ¡Vivan!
— ¡Abajo el terror blanco!
— ¡Abajo!...
Pero el repertorio socialista es muy limitado, y cuando el tren reanudaba su marcha, los huelguistas, a quienes rodeaba todo el pueblo, comenzaban a tocar el “Sole mio...”
Todavía nos detuvimos seis o siete veces para oír himnos, discursos, vivas y mueras, y por fin llegamos a Milán cansados pero alegres, y más con la impresión de haber entrado en un país en fiesta que en un país en revolución.
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