Estamos tan imbuidos de pacifismo que todos nuestros debates internacionales se limitan a discutir legitimidades y mostrar simpatías, a señalar culpables, a lamentar muertos y a implorar por el final de la violencia. En cambio, quien como yo, encuentre poco interesantes las discusiones éticas (tenemos claro dónde están nuestras simpatías) y prefiera detenerse en las estratégicas, encuentra que en el Líbano están ocurriendo cosas asombrosas. Básicamente, Israel no ha conseguido ganar la guerra.
La tensión se masca en los comandos militares y el general responsable de la operación ha sido defenestrado. Bush y los suyos se muestran indignados con Israel, no por iniciar una guerra, sino por no ganarla. El ejército judío acusa a los políticos de atarle las manos, de obligarles a alcanzar objetivos de guerra (desalojar a una poderosa guerrilla de su territorio) sin compremeterse al esfuerzo real que ellos exige. En el fondo, Ohmert, como otros muchos, pensó que la guerrilla islamista era una réplica de la débil y podrida Hamas. Que podían destruirla "sin bajarse del autobús".
El inicio de las hostilidades se mostró premonitorio. Los tanques Merkava, considerados inexpugnables, avanzaron a campo abierto en la frontera libanesa. A los pocos metros, unas minas estallaron y destruyeron uno de ellos. Las tornas habían cambiado. Durante un mes Israel ha intentado controlar esa estrecha franja que separa la frontera con el río Litani. No lo ha conseguido y su invencible ejército ha tenido que retirarse.
Las razones son muchas. En el Líbano ocurre lo que ha estado ocurriendo en todo el planeta en las últimas décadas, aplicado esta vez a la esfera militar: la diseminación del saber y de la producción, la expansión de la tecnología en comunicaciones, su miniaturización y su democratización. Los tanques, los aviones y barcos de los poderosos son derrotables hoy por proyectiles de precio ínfimo. Curiosamente, la principal fuente es Rusia, donde la desaparición de la URSS permitió el desarrollo del capitalismo en el campo militar. En muchos campos, sus productos son mejores que los del Pentágono, último reducto del comunismo.
En este contexto, acordado el alto el fuego en la ONU, el ejército de Israel se esfuerza por recuperar su prestigio en las pocas horas que separan la nueva ofensiva y el el armisticio. No se puede permitir una derrota, ni siquiera su apariencia. No se puede permitir que el mundo árabe deje de considerarles invencibles, y que Hezbollah se jacte de haberles rechazado.
Nuestros comentaristas celebrarán el alto el fuego. El observador inteligente sabe que sólo será una pausa para preparar la próxima y (seguramente) terrible guerra.
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