martes, 9 de enero de 2007

zetapé o la maldad

Reproduzco dos artículos excelentes donde ilustres columnistas no tienen vergüenza en confesar haber tardado tres años en descubrir lo obvio: que zetapé es mala persona, fruto, sin duda, del resentimiento que le causa la percepción de la hilaridad que produce en los demás su inutilidad.
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ABC (6 de enero de 2007)
La paz, la nada, el mal

Por Juan Manuel de Prada

EN su artículo de ayer, mi dilecto Ignacio Camacho se refería a esa «nada hueca» que caracteriza los pronunciamientos del presidente Zapatero. Le faltó añadir que la nada es uno de los atributos del mal, como lo es también la bondad afectada, la nimiedad y la superchería disfrazadas con unas ansias infinitas de paz. Confesaré que, durante algún tiempo, atribuí las melifluas paparruchas de nuestro presidente a un exceso de candor; más tarde, como Camacho, pensé que encubrían una desasosegante vacuidad. Poco a poco, he llegado a la convicción de que el desasosiego no me lo provocaba la vacuidad en sí, sino más bien el horror vacui, la sima siniestra que se esconde detrás de tanta inconsistencia de apariencia seráfica.
En estos días, el azar ha querido que entretenga mis cavilaciones con la lectura de dos novelas que les recomiendo; aunque desde formulaciones estéticas muy diversas, ambas proponen una visión del Apocalipsis muy similar. La primera, «Señor del Tiempo», publicada por Homo Legens, la escribió hace exactamente un siglo Robert Hugh Benson, sacerdote anglicano que, como tantos prodigiosos escritores ingleses de su tiempo, se convirtió al catolicismo; la segunda, «El padre Elías», editada por LibrosLibres, tiene hechuras de best-seller, y la firma un autor canadiense contemporáneo, Michael O´Brien. Sorprende que ambas fabulaciones elijan la figura de sendos políticos presuntamente deseosos de instaurar una nueva era de concordia entre los pueblos, aureolados de anhelos pacifistas, como encarnaciones del Anticristo. El lector curioso disfrutará -o tal vez se espantará- estableciendo paralelismos entre el clima de nuestra época y la sociedad que ambas novelas nos pintan -una sociedad náufraga en un potaje de laicismo beligerante, relativismo moral disfrazado de tolerancia y humanitarismo postizo-; también entre los discursos rimbombantes de los seductores demagogos novelescos y las prédicas buenistas de nuestro presidente.
Nada más lejos de mi propósito que pretender encumbrar a Zapatero a categorías de maldad que por su escasa estatura no le corresponden. Pero resulta aleccionador rastrear los efluvios malignos que se deslizan en sus prédicas, tan pringosillas de almíbar. Fijémonos, por ejemplo, en el estremecedor sintagma que empleó para designar los asesinatos de los terroristas, durante aquella ridícula comparecencia ante los medios de comunicación -víspera del salvaje atentado de la T-4- en la que hacía un balance triunfalista de su gestión: «trágicos accidentes mortales». Aunque sus servicios de propaganda se apresuraron a aclarar que tal designación había sido fruto de un lapsus linguae (aunque yo más bien la calificaría freudianamente de «acto fallido»), quedó muy claro que Zapatero deseaba referirse a los crímenes de los etarras con una designación eufemística. ¿Por qué no los llamó, lisa y llanamente, asesinatos? ¿Tal vez porque no los considera asesinatos en el estricto sentido de la palabra? ¿Tal vez porque se cuida de calificarlos jurídicamente? ¿Tal vez porque la paz que se traía entre manos exigía recalificar jurídicamente tales asesinatos? Una paz que se pretende lograr a través de la injusticia es una paz maligna; es la peor de las guerras.
Reparemos ahora en las muy delicuescentes palabras que ha pronunciado Zapatero en la escombrera de la terminal aérea, con el cadáver de un hombre todavía aplastado entre los cascotes y el cuerpo de otro (a quien los acólitos gubernamentales pretendieron privar de un responso cristiano) camino del sepulcro. En ningún momento Zapatero mencionó el término «terrorismo», que sustituyó por sucedáneos desvaídos como «violencia»; en cambio, no tuvo empacho en proclamar que su «energía y determinación para lograr la paz es ahora mayor». ¿A qué paz se refiere? ¿Qué se encubre detrás de esas naderías? ¿Hará falta que empecemos a oler a azufre para que reparemos en la malignidad que se esconde detrás de tanta vacuidad pacifista?
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Zapatero
Bonhomía de Rodríguez

Juan Carlos Girauta

Con las buenas intenciones de Rodríguez no se puede empedrar el infierno por falta de grandeza dantesca. Acaso un infiernillo para jugar al maquis por la noche en los jardines de La Moncloa: ahora vosotras erais una pareja de la Guardia Civil y me encontrabais hirviendo una patata detrás de aquellos setos.
Por lo visto, interesa mucho, en este punto del desastre, remarcar la bondad del presidente, recurso tan baladí que revela el desconcierto y el caos monclovita. Se apela a figuraciones porque no es posible hallar un acierto real con que adornarlo. De la joven casadera sin mayores atributos se decía antaño que era muy limpia. Rodríguez también es muy limpio.
Todavía estamos esperando que el poseedor de un ansia infinita de paz condene el asedio a las sedes populares. El tío es un pedazo de pan, al punto que en cuestión de horas habrá logrado, con la intercesión de Teresita, que toda la frustración y el malestar por los atentados de Barajas caigan sobre Rajoy como una losa. Cuestión de horas.
Antes de su aventura pancartera con el Prestige, antes de que se rodeara de la gente del cine para injuriar a Aznar y hacer frasecitas, uno ya tenía formada una idea sobre la candidez del personaje. Una idea basada en su ascenso a la Secretaría General del PSOE. Asombraba que un hombre tan justo y transparente se la metiera doblada a un aparato nutrido por maquiavelos de callejón, navajeros con corbata, trileros del presupuesto y demás seres comprometidos. Dirán que cualquier partido es irrespirable. Y dirán verdad. Pero hasta en la pestilencia hay grados.
En él quisimos ver a Mister Bean, a Mister Chance, a Zelig. Buscamos explicaciones a su éxito en la posmodernidad, en el pensamiento débil, en la empatía, en la sonrisa congelada del vendedor, en Dale Carnegie, en Goleman y su inteligencia emocional.
Manuel Trallero lo ha visto claro: prefiere que lo consideren una mala persona a que lo confundan con Rodríguez. Estoy con él. Si el nieto del capitán Lozano encarna la bondad, que Satanás vaya preparándome alojamiento.
Restan desapacibles incógnitas: ¿Qué faceta de la bonhomía conduce a un líder democrático a enaltecer a un hatajo de asesinos mientras denigra y persigue a la oposición? ¿Qué forma del altruismo le lleva a esconderse durante varios días tras un atentado mortal que niega punto por punto sus premisas? ¿Qué rama de la generosidad opera cuando el responsable máximo de proteger a los ciudadanos permite que los criminales respiren, se pertrechen y campen por sus respetos? Benigno y dulce, avanza sin vacilación el presidente abriendo paso a los verdugos.

3 comentarios:

  1. Le tiene que divertir que le consideren un genio maligno. Se está desquitando de su propia mediocridad, reconocida por todos.

    A mí me parece un zángano dispuesto a todo y capaz de vender a quien sea con tal de no pegar un palo al agua, puedo imaginarlo en el PP.

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  2. El hecho cierto es que está en el PSOE.

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  3. ¿Cuál es el único ser que genera una necesidad de evadirse de la realidad inventando mentiras? Aquel al que la realidad le produce sufrimiento o sea, Zapatero

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