Copio del último comentario de José García Domínguez en 'Heterodoxias' (leer completo aquí):
... el intercambio sólo se podía realizar en la ciudad africana de Tánger, única plaza del mundo en la que por entonces era convertible la peseta, y se entenderá la importancia de la confianza personal que aquellos patricios del Consorcio Algodonero debían depositar en la red de “porteadores”. Mas sigamos escuchando a Ortínez: “Al fin y al cabo sólo hacía falta pasar los nueve kilómetros de mar del estrecho de Gibraltar y tener amigos combinados en las aduanas de los dos lados. Yo libraba las pesetas en Barcelona, en billetes de cien, que hacían un bulto considerable, y las pesetas convertidas en dólares aparecían en los Estados Unidos o en Suiza. Naturalmente era una operación de una sencillez delicadísima que no podías realizar con cualquiera. Entre otras cosas porque cuando uno libraba el paquete de billetes, no tenía la absoluta seguridad de que llegasen correctamente a su destino. No había comprobante de ningún tipo. Con Florenci Pujol nunca tuve ningún otro trato más que éste”.
Como ya se ha dicho, Tánger siempre era el incierto destino de aquellas pesetas por encontrarse en esa plaza africana el único mercado monetario en el que era convertible la moneda española. Allí se dirigirían, pues, los emisarios de Consorcio, en busca, primero, del boletín de la bolsa de divisas que publicaba cada día del diario “España”, dirigido por el aún falangista Eduardo Haro Tecglen. Para después partir raudos hacía la oficina central del Banco Inmobiliario y Mercantil de Marruecos, entidad en cuya sede se cruzaban los cromos. La razón de la elección ese banco como centro de operaciones no era otra que la personalidad de su principal accionista, Josep Andreu i Abelló, el que fuera presidente del Tribunal de Casación durante la República, y que compartía la propiedad con el jurista tarraconense Antonio Pedrol Rius. Así, por un capricho del azar, todos los dueños de los grandes secretos de familia del nacionalismo catalán del siglo XX acabarían reunidos ante la puerta de su caja fuerte: la gente de Pujol (Florenci); el apestado Dencàs, cabeza de turco de la conjura de Companys en 1934 y, por entonces, empleado de Abellò en aquella aventura financiera africana; Tarradellas, que, alojado precisamente entonces en el suntuoso palacio de Abelló (“vivía como un príncipe árabe, con numerosos criados negros”, reporta un pasmado Ortínez), sería testigo privilegiado del frenético ir y venir de sus compatriotas de Barcelona; y el propio Ortínez, aún ignorante de que el Régimen, buen conocedor de sus “habilidades”, ya pensaba en él para ocupar el puesto de Director del Instituto Español de Moneda Extranjera. En fin, según relata en sus esclarecedoras memorias, antes de aceptar aquel cargo en 1965 advirtió a quienes se lo ofrecían “que había sido un contrabandista importante”. Sin inmutarse lo más mínimo, sus interlocutores le contestarían “que eso mismo era lo que buscaban, alguien que conociera el negocio y que fuese capaz de desmontarlo”.
Bastante más elaborado que lo de Polanco, dicho sea de paso.
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